martes, 10 de febrero de 2009

El recuerdo de Gatica, un boxeador peronista


Mono, las pelotas

De a miles, lo amaron sin reservas. De a miles, también, lo odiaron sin límites. Nunca fue campeón de nada. Pero logró el título más importante: el de ídolo. Supo meterse en el corazón de su pueblo. Y produjo un fenómeno reservado sólo a algunos de los grandes: trascender su propia muerte. Consumió su existencia de un solo trago. Apresuradamente saltó del barro al esplendor. Apresuradamente retornó al barro donde terminaron sus días. Tenía apenas 37 años José María Gatica cuando la vida le soltó la mano.

¿Quién puede olvidarse de sus duelos con Alfredo Prada? ¡Qué noches aquéllas! El país partido en dos, una semana antes y una semana después. Y siempre las populares vivándolo a Gatica. Y siempre el ring side hinchando por Prada, exigiéndole que acabe con ese venido a más que les violentaba sus buenas conciencias. Y siempre los dos pegándose con furia. Cuando Prada levantó los brazos, hubo fiesta en los barrios ricos de la ciudad. Cuando Gatica cantó victoria, el pobrerío entonó su canción de revancha.

Gatica fue un recorte de su tiempo. Un emergente de la Argentina peronista, de sus amores y de sus odios desmesurados. Apareció como un estruendo, casi en el mismo momento en que los “cabecitas negras” ponían sus patas por primera vez en las fuentes de la Plaza de Mayo. Y su carrera se fue apagando en simultáneo con la infame música de fondo de los cañones de la Libertadora.
Debutó como profesional el 7 de diciembre de 1945. Y su carrera fue una fiesta al mismo tiempo que los trabajadores llegaban a compartir el 50 por ciento de la renta nacional, el tango era la banda de sonido de la época y el fútbol, la auténtica pasión de multitudes.

Gatica trepaba a los rings con su famosa bata con la inscripción “Perón-Evita” en la espalda, se compraba la ropa más cara y extravagante de Buenos Aires, pagaba casamientos en las villas, repartía su dinero entre los lustrabotas de Constitución y las prostitutas de los cabarets del Bajo, se reía de los cajetillas y de los oligarcas, y el futuro no parecía tener límites.

El 5 de enero de 1951, Ike Williams, el campeón mundial de los livianos, lo noqueó en dos minutos en el Madison de Nueva York. Ese día, su vida y su carrera cambiaron para siempre. Cuando el 16 de septiembre de 1953 Prada lo noqueó en el 6º round, de aquel boxeador avasallante y demoledor, de aquellos ojos verdes que se clavaban en los de su rival para anticiparle la derrota, ya no quedaba nada sino un físico estragado por los excesos y los desarreglos.

El 6 de julio de 1956 hizo su última pelea en el Lomas Park derrotando por abandono en 4 rounds a Jesús Andreoli. En el mismo momento, la Policía entraba al estadio para llevárselos detenidos a él, que hacía rato que se atrevía a pelear sin licencia, y a los promotores que habían organizado el combate a pesar de que Gatica estaba prohibido por los gorilas.

Después de una inundación, el periodismo lo descubrió, sucio y mugriento, tomando mate en una tapera de Villa Dominico. Ese día, los que lo odiaron, los que lo despreciaron, respiraron aliviados. Había vuelto a su origen, al lugar de donde suponían, deseaban, nunca debió haber salido.
En sus últimos años, salvo sus enemigos, nadie se acordaba de Gatica. Pero a la hora de la muerte no lo dejaron solo.

Su velorio en el estadio de la FAB y su sepelio en el cementerio de Avellaneda fueron una impresionante manifestación de dolor popular. Miles de hombres y mujeres llevaron el féretro a pulso, coreando la Marcha Peronista por las calles de Buenos Aires, por primera vez desde la caída de Perón. En ese último instante, resumen de la siembra de toda una vida, José María Gatica logró su triunfo final: entrar en el altar de la memoria popular argentina. Esta allí desde hace 40 años. Con los brazos en alto. Ganándole la pelea al odio y al olvido.

Daniel Guiñazú. Página 12

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